Hay que imaginarse lo que sucedió el 7 de mayo de 1824, hace 200 años, en el Teatro de la Corte Imperial de Viena. Se estrena la Sinfonía número 9 en re menor; Opus 125, Coral. Al terminar el cuarto movimiento, la Oda a la alegría, bajo la batuta de Michael Umlauf y con la presencia del compositor marcando los tiempos en el escenario, la contralto Karoline Unger toma del brazo al genio de Bonn, sumido en su silencio y absorto en su partitura, para que gire hacia el público que aplaude de pie y grita extasiado. Había 2 mil personas, como Schubert, que se pregunta: “¿Quién puede hacer algo después de Beethoven?”

Por dentro, Beethoven estaba lleno de música, pero también de sufrimiento. Había padecido viruela, bronquitis, asma, dolores abdominales desde los 25 años atribuibles a la enfermedad de Crohn o a una colitis ulcerativa, dolores reumáticos, molestias oculares y, sobre todo, según él mismo escribió, “está la melancolía que es una calamidad tan grande para mi como la enfermedad”. En una carta a sus hermanos les dice: “(…) sólo un poco más y hubiera terminado con mi vida. Es el arte y solo el arte lo que me detuvo, porque me pareció imposible dejar este mundo antes de lograr todo lo que yo siento que soy capaz”. Lo cuenta el médico Adolfo Martínez Palomo en el libro Beethoven y Paganini (El Colegio Nacional, 2020).

En 1823, la sordera de Beethoven es total cuando compone la Novena y le da eternidad a la Oda a la Alegría, del poeta Friedrich Schiller. Con pancreatitis crónica y cirrosis hepática (causa de su muerte a los 57 años) vive en un aislamiento casi permanente. Si para Wagner esta condición lo forzó a escuchar hacia dentro, blindarse contra el mundo exterior y concentrarse en su música, para su biógrafo Maynard Solomon, la sordera no alteró sino incrementó sus posibilidades como artista. Coincide Martínez Palomo, quien entiende la limitación “no como una deficiencia sino como una diferencia” que permite al genio obras sublimes “no a pesar de la sordera, sino, tal vez, gracias a ella”.

En una entrevista imaginaria de Rob Riemen a Thomas Mann (en El arte de ser humanos), el novelista alemán le habla al filósofo neerlandés acerca del don otorgado a toda la humanidad: “¡La capacidad de volver a encantar el mundo!” Se explica: “¡Créeme, todos somos capaces de lograrlo! De ser justos, de saber mostrar compasión, de combatir las mentiras con la verdad y la necedad con la sinceridad; con amor, con amistad, con la creación de belleza. ¡Y las musas existen! Hay un arte que es inmortal”. Se dirige al siglo XXI: “Ustedes pueden hacer valer el poder de la imaginación con la poesía, con relatos y música, con imágenes… y así transformar el mundo, regresar a un mundo encantado donde la necedad y la mentira ya no tengan poder, y en el que todos puedan vivir en paz y dignidad hasta el fin de sus días”.

Mann insiste: “Créeme, se puede elegir. Elige, pues, la vida. Y entonces podrás cantar con Schiller (…): ¡Abrazaos, multitudes! / ¡He aquí un beso al mundo entero! En fin, ya sabes como continúa la Oda a la Alegría (…) Si optas por el milagro y el asombro, quién sabe, también podrás sentir la alegría del amor ardiente que mueve al sol y a las demás estrellas.”

En diciembre de 2020, cuando el mundo deseaba celebrar el 250 aniversario del nacimiento de Ludwig van Beethoven (1770-1827), las salas de concierto estaban cerradas por la pandemia. Hoy, con las puertas abiertas, miles de orquestas alrededor del planeta interpretan la Novena. Y el mundo no es mejor que antes, pero necesitamos a Beethoven para recordar que podría ser diferente.

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